sábado, 10 de noviembre de 2007

Milán

He pasado este último puente en Milán, la capital lombarda, origen de los laureados equipos de fútbol, del arroz a la milanesa y de los diseñadores sarasas tan populares en el mundo de la escoria rosa, así como de aquellas deliciosas gomas de borrar cuyo sabor todos recordamos con una lagrimilla nostálgica. Alguien me preguntó que por qué había elegido Milán, una ciudad tan industrial, tan fea, tan cara (como si la ciudad en la que vivimos fuera el summum de los SPB… el euro nos ha esquilmado pero bien, amigos).

Le dije que la ciudad tiene más miga de lo que pueda parecer en un principio; posee un alma inaprensible, bastante escurridiza, pero ahí está, la cuna de la pulsión futurista y otras agitaciones similares. Además, existe una ventaja nada desdeñable: quizá fuera debido en parte a las fechas de mi (nuestra) visita, pero las hordas de turistas que uno se encuentra en Roma, Venecia o París no aparecen por allí, gracias a Dios. No me malinterpreten, me doy perfecta cuenta de que yo también soy uno de ellos. Hay formas quizá más y menos elegantes de acercarse a la "otredad", pero no dejo de ser, a fin de cuentas, un turista más. Los viajes se han “democratizado” inmensamente en occidente y hoy día casi todo el mundo puede montarse su viajecito por un módico precio. Y esta democratización no deja de tener cierta trampa; es producto de ella el espantoso ruido, siempre idéntico, que expande su eco entre las particularidades, luchando por borrarlas (aunque, en cualquier caso, como todos sabemos, Italia se parece muchísimo a España).


Pero bueno, pasemos a los tópicos; la famosa catedral milanesa es realmente digna de verse. Posiblemente uno de los edificios más hermosos que he visto nunca. No se parece a ninguna otra… Cuando se la contempla de lejos, recorriendo el intrincado bosque de arbotantes y pináculos, cree uno estar ante un organismo vivo a punto de crecer y expandirse hacia el cielo. Las miradas de los mártires y personajes bíblicos, revestidas de dignidad clásica, interactúan en un ritmo secreto que es un verdadero placer seguir con la mirada. Aunque hay que llevar cuidado, porque siempre puede aparecer un coche de Carabinieri a 300 kilómetros por hora en una calle peatonal. Como putas cabras, en serio.

En la pinacoteca de Brera tuve la ocasión de admirar uno de los cuadros que más me impresionaron cuando era pequeño -plantada ya la semilla del pajero futuro- y me extasiaba con las reproducciones de los libros; el Cristo Muerto de Andrea Mantegna. Ese escorzo tan violento me maravillaba, como también el detalle profundo de las heridas en manos y pies y esa gama de colores tan apagados y mortecinos. Lástima que tuviera un cristal por delante, ya que la luz se reflejaba en él e impedía apreciarlo bien… En cualquier caso mereció la pena. Junto a ese famoso Cristo de Grünewald (totalmente extremo, con sus manos-garras mutantes y esos clavos más grandes que las orejas de Ignacio Astarloa) y el de Velázquez, situado en las antípodas con su regusto clasicista (este realmente llegó a obsesionarme en más de una ocasión, como le ocurría a Víctor Ramos en Nova-2, un tebeo rarito de Luís García).


Los milaneses parecen algo más serios y taciturnos que los romanos (cosa lógica y normal, supongo, estando Milán tan cerca de la Suiza alegre y combativa) y por lo visto, por lo visto, suelen ir siempre abrigados hasta las trancas. Hacía una temperatura bastante normalita, alrededor de los 15 grados, pero todo el mundo portaba bufandas y forros polares como si estuvieran en Vladivostok. Mención especial para un hombre fascinante que merodeaba por allí, una réplica casi exacta del duce, con los calcetines por las rodillas y unas botas perfectamente relucientes, como también su cráneo afeitado a conciencia. La estación central de Milán es puro esplendor fascista también, a la par que carterista.

Por supuesto, no puede faltar la maravillosa comida italiana, una de mis debilidades. Disfruto como un cabrón cuando tengo la suerte de estar por allí, y me reafirmo en que la salsa carbonara no debería llevar nata, al menos no bajo ese nombre. Aunque es una receta romana, en Milán puede también degustarse en todo su esplendor (por ejemplo, y aunque las habrán mejores, comimos muy bien en la Trattoria 50 alle Geggio en la Via Torino) y por precios digamos aceptables. La auténtica salsa de los carboneros viene a ser tal que asín: Se cuecen los espaguetis, mientras en una sartén con un poco de aceite doramos trocitos de panceta al tamaño deseado. Cuando están al dente, se escurren, se ponen en un recipiente y entonces se les echa una o dos yemas de huevo -dependiendo de cantidad y gustos; también hay gente que echa los huevos enteros pero yo no veo que la clara aporte demasiado- y también el queso (pecorino o parmesano) y se remueven BIEN para que se hagan con el calor de la pasta. Se echa la panceta, algo más de queso si se desea y pimienta al gusto. Es para correrse, amigos. ¡Ni nata ni hostias! El risotto funghi porcini también está muy bueno, aunque prefiero els arrossos valencians que són de puta mare.

Au, a fer la mà.

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