viernes, 26 de octubre de 2007

Esos malditos Melvins

Manda huevos, que diría Trillo; me he pasado literalmente el día maldiciéndolo todo. Sí, vale, no es esa una forma demasiado inteligente de aprovecharlo; soy totalmente consciente de lo estéril de mis injurias. Pero a veces siento que necesito ese enfrentamiento tanto como respirar. Es mi manera idiota de (re)afirmarme (por la negación) y de sentir que todavía no me he diluido en un océano de sangre, pus y heces. Ah, necesito ponerme más metas, joder, joder, joder…

Melvins y la cabra

Mientras lo destruía todo (ilusoriamente, por supuesto), las canciones de los grandiosos Melvins sonaban en mi cabeza. Ah, muy apropiado: los Melvins, esa sublime banda de ceporros y vándalos (la predilecta de Kurt Cobain; este detalle es ya imposible omitirlo) y a pesar de ello, no demasiado conocida, sobre todo fuera de los USA. Y es que me encanta, me encanta cuando encuentro algo tan tenazmente, sublimemente, irreductiblemente idiota… No sé si me explico, pero para mí este océano de hachazos salvajes, este monumento de sonido espeso como el lodo (por algo se les considera sludge metal) constituye una respuesta adecuada tanto a la dictadura del “buen gusto” como a la de esa mediocridad opresiva y autosatisfecha.

Creo que una de las razones de que me resulten tan atractivos es el hecho de que apenas existe otra ambición en ellos que alcanzar la máxima pesadez posible, un sonido poderoso y brutal capaz de poseer tu cuerpo desde el pelo (quizá yo debiera decir “los pelos”) hasta las uñas de los pies. Los Melvins son un grupo tan “estúpido” como Motörhead, como los Ramones o como Black Sabbath. Ponlos a todo volumen, y tu caja torácica será sacudida como si tuvieras un martillo neumático en tus manos. ¡¡Byba Satán!!11! Cuernecitos y collares de pinchos opcionales, pero aviso de que esto no es heavy metal al uso.


Melvins - Honey Bucket

Más tarde, cuando estaba discutiendo con un carpintero acerca de timos telefónicos, mi pobre abuela ha tenido un pequeño percance. No ha sido nada serio pero se ha asustado. He ido a su casa para ayudarla, la he tranquilizado y después me he quedado escuchándola durante dos horas larguitas. De fondo, en un bucle infinito, la famosa patada del bobonazi escoriahumana en el tren. Se notaba que necesitaba hablar, aunque fuera de cosas mil veces contadas ya. La situación me ha sumido en una profundísima tristeza que todavía dura mientras escribo esto. Cuando pienso en el día en que ya no este aquí –es cosa rara que lo haga, pues tiene más energía que yo a sus casi noventa tacos- se me bañan los ojos en lágrimas. Lo que está meridianamente claro es que ella ya no quiere estar, que se siente triste, y aunque siempre trato de quitarle hierro a ese asunto -¿qué otra cosa puedo hacer?- la comprendo muy bien. Aunque, en fin, todos sabemos cuál es la meta final, no es preciso insistir en ello más de lo necesario. Si acaso para echarle un poco más de huevos a las cosas.

Hago carazas en el espejo y los Melvins vuelven a atronar en mi estéreo, y no he podido evitar pensar que son mucho más inteligentes de lo que parece en una primera escucha. Sus hachazos son impredecibles; además no van siempre directos a la caja torácica, de vez en cuando hacen saltar algún reloj en mil pedazos por el camino. Su música te cura la gonorrea de un hachazo, se te caen los huevos y te los sirven con patatas de guarnición. Así son de buenos…. Recomiendo: Gluey Porch Treatments, Bullhead, Lysol y Houdini.


Melvins - Hooch

Hail King Buzzo!

EDIT: Me acabo de dar cuenta de que me los perdí en el Primavera Sound de este año. Tocaban el jueves…¡¡Mecagüen la puta!!

martes, 9 de octubre de 2007

Give me some Jippo, Betty

He tenido un arrebato con este corto rarrro rrarrroo de Betty Boop. Todo él es un verdadero tripi animado… ¡pero un tripi de categoría! El final es glorioso, y el gato que sale en el minuto 2:50 es… no sé, casi que es más divertido que lo imaginen ustedes. Está claro que hoy día no se emitiría algo así en horario infantil; la obsesión pedagógico-sobreprotectora que arrastramos desde hace ya un par de décadas probablemente lo impediría.


Geinoh Yamashirogumi - Osorezan

Geinoh Yamashirogumi . Osorezan - Dou No Kenbai (1976)

(Invitation/RCA Victor)

1. Osorezan (18:51)
2. Dou No Kenbai (18:40)


Geinoh Yamashirogumi es un colectivo musical fundado en 1974 por Shoji Yamashiro (Tsutomu Ôhashi) que alberga en su seno a unos doscientos miembros provenientes de campos profesionales muy diversos: ingenieros, médicos, periodistas, antropólogos, etcétera. Su forma de trabajar, y su bizarría en general, recuerda a alguna de las comunas hippies formadas tras Segunda Guerra Mundial en países como Alemania o Japón. Su obra más conocida, sin lugar a dudas, es la estupendísima banda sonora de Akira, el anime post-apocalíptico par excellence, que realizaron ya en 1987. Los sonidos coloristas y percusivos del gamelan, los cantos budistas shohmyoh y voces de pesadilla, electrónicamente manipuladas, se unían a un trasfondo y una producción de sonido hightech, creando un potaje la mar de sabroso.

Geinoh Yamashirogumi

Este grupo se ha dedicado sobre todo, por lo visto, a la recopilación de músicas de diferentes lugares (Indonesia, China, Bali, Bulgaria…), todas ellas reelaboradas en su estudio, bien nutrido de aparataje diverso. El resultado consiste -al menos a mis oídos y en base a lo que llevo catado, que no es mucho- en marcianadas algo insípidas, que sólo en algunos casos consiguen captar mi interés. Y yo voy a hablar precisamente de uno de esos casos, aunque tampoco pienso extenderme demasiado, porque ¿qué se puede decir de cosas así? No mucho, la verdad. Se trata de Osorezan - Dou No Kenbai (1976), su primera grabación (que, hay que precisar, no incluye sonidos electrónicos de ningún tipo) incluida en el Top 50 del Japrocksampler, que ya comenté posts atrás.

Lo podéis descargar sin ningún tipo de mala conciencia, pues está descatalogado. Quizá lo reediten ahora que Cope lo ha difundido un poco, pero no contaría mucho con ello. De todas formas, yo si lo comprara lo preferiría muy mucho en vinilo, que mola un millón de veces más que los putos cedeses. Odio la maldita y típica jewel case de plásticucho barato (una de las peores aberraciones jamás cometidas en diseño). Y esas portaditas minúsculas… no sé, a mi, francamente, siempre me han parecido una caca. Aunque sí, tengo un buen puñado de cedeses tirados por ahí; qué remedio.

El Monte Osore (Osorezan), situado en la península Shimokita, al noroeste de la isla de Honshu, es referido en la tradición japonesa como la puerta del infierno (concepto este contenido en muchas otras tradiciones, como la islandesa, donde el pasaje al inframundo se encuentra en el Dimmuborgir). En ambos casos, se trata de paisajes volcánicos, devastados por la acción de un tiempo más allá de lo concebible, cuyo equivalente en España podríamos encontrarlo en las Islas Canarias, por ejemplo en los bellos parajes tinerfeños. En el Monte Osore, los vientos silban amenazadores y los fosos de azufre bullen junto a la paz de un templo zen. Una vez al año, en un festival que se celebra en Julio, las itako, unas mujeres ciegas con poderes mediúmnicos, canalizan a través de su cuerpo los espíritus de los muertos. Me encantaría ver eso, ¿a vosotros no?

Mi agüita amarilla

Como comenté antes, poco puede decirse de este artefacto. Consta de dos piezas de alrededor de 19 minutos. La cosa empieza fuerte, con un grito primario, a pleno pulmón, de una mujer. Controla el volumen si no quieres llevarte un buen susto o partir algún cristal. Las voces de los muertos son evocadas con gran eficacia, gracias a la sofisticada producción sónica, muy pulida (pero sin llegar a estropear la intensidad). Parece uno encontrarse a los pies de la montaña, en plena noche, dando pie a las más terribles sugestiones. La percusión va entrando poco a poco, sin un patrón definido, y consigue desorientarte. ¡Dios… qué voces! Terroríficas. Va tomando forma una especie ritmo de jazz-rock progresivo, formado por bajo, batería, guitarra (con wah-wah tó setentero y hendrixiano) un saxo y esas voces infernales flotando constantemente alrededor; pero ya nos encontramos en un terreno algo más familiar. La pieza alcanza un clímax frenético y demencial y se sume en sus últimos cuatro minutos en el susurro de los vientos, acariciando todas esas rocas mutantes.

La segunda parte ya es bastante más tradicional, y por tanto menos sorprendente (aunque esto podría matizarse). Es una especie de representación teatral (desconozco qué tipo de teatro es, quizá sea Noh pero no estoy seguro de ello… si alguien lo sabe, que lo diga, per favore). Son interesantes las voces (prácticamente lo único que suena aquí), por lo extrañas y violentas que son: sucediéndose en un bucle, permutándose, parando en seco con la contundencia de una katana.

En el vídeo, Doll’s Polyphony, de la BSO de Akira, con las vocecillas raras En fin, que para mi gusto la primera cara es lo más curioso e interesante. Si quieres probar, descarga, y si no, pues no. La verdad es que me da un poco igual.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Clarisa y las huellas del tiempo

Las ciudades y el nombre. 4

Clarisa, ciudad gloriosa, tiene una historia atormentada. Varias veces decayó y volvió a florecer, tomando siempre a la primera Clarisa como modelo inigualable de todo esplendor, por comparación con el cual el estado presente de la ciudad no deja de provocar nuevos suspiros a cada giro de las estrellas.

En los siglos de degradación de la ciudad, vaciada por las pestes, disminuida por los derrumbes de viguerías y cornisas y por los desmoronamientos de tierra, oxidada y obstruida por incuria o ausencia de los encargados de conservarla, se repoblaba lentamente al emerger de sótanos y madrigueras hordas de sobrevivientes que bullían como ratones movidos por la pasión de hurgar y roer y también de juntar restos y remendar, como pájaros haciendo sus nidos. Se aferraban a todo lo que se podía quitar de un lugar para ponerlo en otro, a fin de darle un uso diferente: los cortinajes de brocado terminaban en sábanas; en las urnas cinerarias de mármol plantaban albahaca; las verjas de hierro forjado arrancadas de las ventanas de los gineceos servían para asar carne de gato sobre fuegos de madera taraceada. Armada con los pedazos heterogéneos de la Clarisa inservible, tomaba forma una Clarisa de la sobrevivencia, hecha de chabolas y cuchitriles, charcos infectos y conejeras. Y sin embargo del antiguo esplendor de Clarisa no se había perdido casi nada, todo estaba allí, sólo que dispuesto en un orden diferente aunque adecuado no menos que antes a las exigencias de sus habitantes.

A los tiempos de indigencia sucedían épocas más alegres: una Clarisa mariposa suntuosa brotaba de la Clarisa crisálida menesterosa; la nueva abundancia hacía rebosar la ciudad de materiales, edificios, objetos nuevos; otras gentes afluían del exterior; nada ni nadie tenía que ver con la Clarisa o las Clarisas de antes; y cuanto más se asentaba triunfalmente la nueva ciudad en el lugar y en el nombre de la primera Clarisa, más comprendía que se alejaba de ella, que la destruía con no menos rapidez que los ratones y el moho; no obstante el orgullo de los nuevos fastos, en el fondo de su corazón se sentía extraña, incongruente, usurpadora.


Y entonces los fragmentos del primer esplendor que se habían salvado adaptándose a tareas más oscuras, eran nuevamente desplazados, custodiados bajo campanas de cristal, encerrados en vitrinas, posados sobre cojines de terciopelo, y ya no porque pudieran servir todavía para algo sino porque a través de ellos se quería recomponer una ciudad de la cual ya nadie sabía nada.

Otros deterioros, otras exuberancias se han sucedido en Clarisa. Las poblaciones y las costumbres han cambiado varias veces; quedan el nombre, la ubicación y los objetos más difíciles de romper. Cada nueva Clarisa, compacta como un cuerpo viviente, con sus olores y su respiración exhibe como una joya lo que queda de las antiguas Clarisas fragmentarias y muertas. No se sabe cuándo los capiteles corintios estuvieron en lo alto de sus columnas; sólo se recuerda uno de ellos que durante muchos años sostuvo en un gallinero la cesta donde las gallinas ponían los huevos y de allí pasó al Museo de los Capiteles, alineado con los otros ejemplares de la colección. El orden de sucesión de las eras se ha perdido; es creencia difundida que hubo una primera Clarisa, pero no hay pruebas que lo demuestren; los capiteles podrían haber estado antes en los gallineros que en los templos, en las urnas de mármol podía haberse sembrado antes albahaca que huesos de difuntos. Con seguridad sólo esto se sabe: cierto número de objetos se desplaza en un espacio determinado, tan pronto sumergidos en una cantidad de objetos nuevos, tan pronto destruyéndose sin ser sustituidos; la norma es mezclarlos cada vez y hacer la prueba nuevamente de juntarlos. Tal vez Clarisa ha sido siempre un revoltijo de trastos desportillados, heteróclitos, en desuso.

Italo Calvino, Las Ciudades Invisibles. Editorial Siruela