Camino por la acera, junto a una fachada de una de esas casas de un solo piso, de las que pueden verse en mi barrio, a fin de cuentas un pueblo que terminó siendo absorbido por el crecimiento de la ciudad. Está muy deteriorada, llena de desconchones, y desde dentro pueden oírse unas voces que discuten.
En cuanto me acerco, la casa ha cambiado totalmente: tiene ahora dos pisos, está pintada de blanco inmaculado y presenta un aspecto mucho más próspero, algo parecido a las famosas casas de los indianos que hay en Asturias o Cantabria. Tengo de ella una perspectiva de conjunto, y como si fuera James Stewart en “La ventana indiscreta”, veo a una mujer bajando desde el segundo piso, a través de las ventanas. Parece poseída, en un estado de locura transitoria. Siguen oyéndose gritos, y empiezo a temer que pueda salir algo de esa casa para hacerme daño.
Me voy alejando rápidamente, y desde donde estoy ahora puedo ver un jardín pegado a la casa, lleno de balaustradas y cubierto de hiedra y arbustos. La mujer, vestida de blanco, se desploma en el centro del jardín, justo al lado de una fuente. Titubeo; no sé si acercarme para ver lo que realmente ha ocurrido, no sé si ha muerto o sólo está fingiendo. En ese momento, puedo discernir dos figuras vestidas de negro, idénticas entre sí, que se giran hacia mí con mirada inquisidora y me preguntan:
¿Dónde vas?
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