Sada vagó alrededor de Tokyo durante cuatro días llevando en la mano la parte de Kichi que había cortado de su cuerpo. Quienes la detuvieron quedaron sorprendidos por la expresión de felicidad que irradiaba su rostro. El caso impresionó a todo el Japón y la compasión del pueblo hizo de ella una mujer extrañamente popular. Estos sucesos ocurrieron en 1936.
Siempre he tenido interés en todo aquello que camina por el lado oscuro del sexo. Las oscuras pulsiones que me dominaron durante mi despertar generador (y que todavía me visitan alguna que otra vez), unidas a la tramposa y pelmaza “liberación” sexual actual (que parece empeñada en convertir las relaciones sexuales en una especie de gimnasia y en convertir a los individuos en esclavos del mercado sin esperanza alguna) me han invitado a mirar hacia el fondo de ese terrible abismo, sin haber llegado nunca a lanzarme. Los libros de Sade, los manga de Maruo, los fríos y asépticos (quizá demasiado para mi gusto) tebeos de Miguel Ángel Martín, o películas como El imperio de los sentidos, como saben ustedes, exploran esos oscuros parajes.
El otro día me sumergí en su visionado por primera vez. Recuerdo que mis padres tenían entre sus estanterías una enciclopedia del cine en dos tomos, que dieron en Diario 16; en mi turbulenta sexualidad emergente, y puesto que sin Internet era mucho más difícil encontrar materiales sugerentes, las imágenes de Silvana Mangano, Corinne Cléry o Béatrice Dalle me envarillaban de lo lindo. Pero sobre todo, había una de Eiko Matsuda y Tatsuya Fuji en una escena cumbre de esta polémica película de Nagisa Oshima: ella montada sobre su miembro, con la boca entreabierta y los ojos cerrados, al tiempo que estrangula a su amado. Y además, con el chochito sin afeitar. Mano de santo, of course.
Eros y Tanatos, decía el pie de foto. El impulso tanático llevado a su consecuencia última: castración, muerte. La mantis religiosa devora la cabeza del macho durante el coito; Sada corta el pene de su amante porque está tan obsesionada con él que nunca podrá dejar de desearlo. Nunca podrá satisfacer su deseo devorador, y llevada por ese impulso de destrucción y anulación del cuerpo que late en el fuego sexual, ha de seccionarlo y hacerlo suyo de la manera más cruel y definitiva. Las Ménades y Orfeo, Edipo Rey, Erzsébet Báthory… muerte y sexo, terriblemente unidos desde milenios atrás, desde los primeros estertores.
¿Alguna vez sus amantes les pidieron un estrangulamiento? ¿O unos buenos azotes y bofetadas? Yo he llegado a la conclusión (por la reiteración de este tipo de situaciones) de que es de lo más común. Quizá me equivoque; en cualquier caso nadie sabe lo que pasa en alcobas y picaderos. Las encuestas sobre sexo son lo más absurdo que existe y pensar que eso puede acercarse a la verdad es de una ingenuidad extrema. ¿Nunca he dicho que odio las jodidas encuestas? ¡Qué asco!
Algo que no se comenta jamás dentro del discurso de la liberación sexual es el monstruo devorador en que puede llegar a convertirse el sexo si se convierte en el centro absoluto de una vida. Esto no tiene nada que ver con la represión, sino con un cierto dominio de uno mismo (nada fácil…). Mucho me temo que el género masculino tiene todas las de perder en este sentido y me basta cualquier noche para reafirmarme en ello.
En cuanto a El Imperio de los sentidos, es cine erótico (o pornográfico, me importa un bledo) con mayúsculas. Se ven tetas, coños, pollas y fluidos en todo su esplendor. En Japón estuvo prohibida hasta el año 2001, supongo que por lo explícito; allí todas las películas porno, por lo menos las legales, llevan “mosaico” y pixelan los genitales, no importa el grado de perversión alcanzado. En una ocasión vi una escena de una de ellas, que consistía en un concurso de vómitos. Una de las chicas intentaba potar los fideos sin éxito y reía todo el rato, mientras otra zoomórfica muchacha sacaba como toneladas de materia de su pequeño cuerpecillo. Sus coñitos estaban pixelados en todo momento.
Lo raro es que no me hiciera ni una paja, ¿será que empiezo a controlarme? Ja, ja, ja.
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