Mi visión está probablemente condicionada por una óptica más o menos “cómoda”, pero en cualquier caso, me la he pateado bastante y he acabado captando algunas de sus esencias. Captarla en su totalidad es una tarea imposible; es una metrópoli desbordante, llena de secretos ocultos en cada uno de sus rincones, de caras distintas y enfrentadas. Sí, es una ciudad triste, mortalmente triste y melancólica (dos tipos se tiraron a las vías del metro en tan sólo dos días mientras estuve allí), pero precisamente esa melancolía, ese silencio, esa discreción me hace sentirme más a gusto que entre los gritos y la grosería propios del carácter de aquello que llaman “pueblos latinos”. Yo no debería haber nacido español, pero ¿qué le vamos a hacer? Me gusta la fiesta, me gusta beber, me gustan las mujeres pero no España (las mujeres españolas sí). Las zonas más destartaladas son más o menos como en cualquier parte, pero esos grandes paseos, bulevares, jardines, bibliotecas, librerías, cafés...
Me he hartado de pasearme por esos fascinantes cementerios del arte llamados museos… hay muchos para elegir, incluso demasiados; personalmente, de entre todos los que he visitado me ha entusiasmado el centro Georges Pompidou. El edificio, obra de Renzo Piano y Richard Rogers, me encanta. Toda la estructura del edificio está a la vista, con toda esa maraña de tubos metálicos como salidos de un manga de Otomo, coloreados en base a la función que desempeñan (azules para el aire acondicionado, verdes para el agua…) y las escaleras en tubos transparentes. Su frío, minimalista y pulcrísimo interior me regocijaron muy mucho. Por otra parte, la colección es muchísimo más vasta de lo que yo tenía en mente… prácticamente todos los artistas relevantes del pasado siglo XX están representados en ese museo: desde Chagall a Yves Klein, pasando por Lucio Fontana, Georges Rouault, Jean Dubuffet o Juan Gris. Además, por allí se paseaban (París está plagado de orientales) algunas japonesitas modernas y sofisticadas con vestiditos de colores, mirando las obras con sus encantadores luces oblicuas y cuya fragancia embriagadora y natural (nada de litros de perfume como hacen algunas francesas) me invitaba a seguirlas tras sus pasos, silenciosos y elegantes.
Además del Pompidou, me gustó mucho el Museo de Orsay, una antigua estación reconvertida en 1986, y el Musée Cluny, colección de arte medieval contenida en unas termas galorromanas, bastante más descongestionado de visitantes que otros, y donde se expone el bellísimo tapiz de la Dama y el Unicornio. El Louvre, el museo más visitado del mundo, es una barbaridad, una auténtica casa de saqueo, con piezas de enorme valor diseminadas por los inmensos e inacabables pasillos, y por supuesto atiborrados hasta los topes de turistas. Por suerte, está bien organizado y la avalancha se reparte entre los diversos accesos. Entré tres veces, con el pase para museos, y sin colas de ningún tipo.
Merecen una mención también los cementerios, pero esta vez los de personas. Estos lugares deberían de ser frecuentados mucho más a menudo, pues nos recuerdan nuestro inevitable final, y por ello suponen un buen lugar para meditar, para estar en paz, para minimizar tragedias o también, por qué no, para revalorizar el presente (lo único que, hasta cierto punto, existe). Lo que pasa es que los cementerios españoles siempre me han dado un mal rollo considerable. Sin embargo, en los remansos de paz de Montparnasse, Montmartre o Père Lachaise, un halo romántico recorre las avenidas llenas de árboles y personajes ilustres (Serge Gainsbourg, Oscar Wilde, Jim Morrison, Joris-Karl Huysmans, Gérard de Nerval, E.M. Cioran, Charles Baudelaire…).
Todas esas lápidas cubiertas de moho contrastan enormemente con el circo que se desarrolla en el centro mismo de todo el meollo, la zona de Champs-Élysées, la de los ricos de verdad (nada de proletarios ahogados por el pago de su Audi A6). Aquí, las limusinas de los jeques petroleros pueden aparcar donde les salga de sus huevos dorados… ¡Qué puede importar a ellos una simple multa! Veo un Aston Martin Vanquish, un Ferrari, un grupo de esclavas árabes esperando con sus bolsos de Vuitton o Prada; más allá, dos jóvenes rubias y perfectas, cargan bolsas de Dior y otras tantas firmas de prestigio. Deben haberse gastado una pasta, probablemente varios miles de euros. Parece como si hubieran sufrido una lobotomía y ríen como idiotas mientras, supongo, comentan las mamadas que realizan diariamente a sus dueños. A pesar de su “perfección” me doy cuenta de que no me atraen lo más mínimo y de que apestan a perfume una barbaridad. La dulce y simpática gordita letona que está de recepcionista en el hotel, o cualquiera de las discretas y elegantes niponas que invaden la ciudad me inspiran cien millones de veces más que esas putescas concubinas sin morbo.
Las escaparates de las tiendas de superlujo a lo largo de la Avenue Montaigne (¡que un sabio como él dé su nombre a este lugar…!) están protegidos por una valla y un pequeño espacio cubierto de césped. En la puerta, tipos de negro con cara de muy malos amigos vigilan apoyados en la puerta, dispuestos a rechazar cualquier elemento extraño que ose meter la nariz por allí dentro. Todo esto me acaba repugnando y me largo de ahí con el deseo de que las masas negras del extrarradio provoquen una Jacquerie de padre y muy señor mío, que quemen todos esos escaparates inmundos, que arda toda esa basura sin sentido.
No subí a la torre Eiffel, ni me atrae particularmente esa torre ni tenía intención alguna de esperar colas y precios tan exagerados. Preferí subir a la Galería de las Quimeras en Nôtre-Dame, donde las gárgolas de Viollet-le-Duc contemplan ensimismadas la enorme ciudad que se extiende ante ellas, hasta los límites donde se cuece el futuro de Europa.
Una vez aquí, pese a todo el dolor de mi corazón, me alegro de que esté lloviendo… una lluvia fea y grosera, sí, pero lluvia al fin y al cabo. Bastante mejor que los casi cuarenta grados de temperatura de hace dos semanas, en cualquier caso. Añoro París…
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