Esta tarde me he dejado caer por una exposición, "Certificados de una infancia congelada, (Fotografías 1890-1940)". Se puede ver en el Centre Cultural de La Nau de València (la vieja universidad) hasta el 1 de marzo. Es una muestra más de la justa recuperación que viene dándose últimamente de la importantísima vertiente documental del arte fotográfico. Lo cierto, y hablo por mí, es que no han sido pocas las veces que me he sentido más atraído por una foto "cualquiera" que por aquellas que buscan ser "artísticas". Quiero decir, armado con la fuerza del prejuicio: fotos de pies, en blanco y negro, intimistas, de esas que decoran las paredes de ese último garito que reparte flyers en las facultades españolas, para que no nos dé tanta mala conciencia emborracharnos. El material que se expone aquí, aunque no demasiado copioso (te lo ves en media horita), está constituido por fotos de estudios valencianos de la época. Nada de "arte", es algo puramente funcional, pequeñoburgués: tarjetas de visita y retratos.
Roland Barthes, en el único libro de entre los suyos que he podido aguantar, "La cámara lúcida", habla de lo que él llama punctum. El punctum es aquello que choca al espectador, un elemento extraño o desasosegante dentro de la imagen (una mano abierta de tal o cual manera, unos zapatos, unos dientes estropeados), que actúa como algo semejante a un punto de fuga. Pero en mi caso, como le ocurría también a Barthes, quizá ese detalle punzante aparezca, liberado, después de mirar las imágenes, al recordarlas. Porque el shock que causan algunas de las visiones reunidas aquí imposibilitan el escape, proustiano o de cualquier otra índole.
Roland Barthes, en el único libro de entre los suyos que he podido aguantar, "La cámara lúcida", habla de lo que él llama punctum. El punctum es aquello que choca al espectador, un elemento extraño o desasosegante dentro de la imagen (una mano abierta de tal o cual manera, unos zapatos, unos dientes estropeados), que actúa como algo semejante a un punto de fuga. Pero en mi caso, como le ocurría también a Barthes, quizá ese detalle punzante aparezca, liberado, después de mirar las imágenes, al recordarlas. Porque el shock que causan algunas de las visiones reunidas aquí imposibilitan el escape, proustiano o de cualquier otra índole.
Quizá la parte más perturbadora de la exposición es aquella en la que se rememora una curiosa costumbre de los padres de antaño: la de hacerse fotografías con aquellos hijos que habían fallecido prematuramente, con la intención de guardar su recuerdo (remontándose así a una función bien antigua de la imagen). Desde luego a nadie se le ocurriría hacer hoy algo así, dado el inmenso tabú en el que se ha convertido la muerte en nuestros tiempos. Sería visto como una cosa de enfermos mentales o de necrófilos asaltadores de tumbas.
Pero en realidad no es en esas fotos donde se encuentra el mal rollo; donde de verdad encontraremos hiel es en aquellas en las que bebés y niños aparecen vestidos "de domingo" o directamente disfrazados, como horrendos y fascinantes espantajos. Lo de Anne Geddes casi se queda corto al lado de esto. Después uno puede detenerse, claro, en las evidentes diferencias de clase en las diferentes escenografías de las fotos de familia o en la ambigüedad adolescente del retrato de algún pechopalomo. Entre alguna otra cosa.
Recomendable si se tiene un ratillo y si uno gusta de mirar afotos.