Apocalipsis, 10:2
Olivier Messiaen (1908-1992) se ha convertido en uno de mis compositores favoritos tras escuchar tan sólo una de sus obras (pero qué obra): el Quatuor por la fin des temps (Cuarteto para el fin de los tiempos); una pieza de música de cámara alumbrada en Stalag VIII A, campo de concentración en el que estuvo recluido tras ser capturado en Verdún, en mayo de 1940, durante la caída de Francia en manos de los alemanes. Fue en el otoño de ese mismo año cuando comenzó a escribir esta joya, considerada una de las obras mayores del siglo XX; consideración a la que, vaya, no me opongo.
Este cuarteto tiene una formación no demasiado frecuente, forzada por la situación en los campos, donde Messiaen tan sólo tenía acceso a determinados instrumentos: clarinete, piano, violín y violonchelo. La obra surge de un infierno, y castigado por el hambre y el frío, el compositor sueña con colores –experimentaba fenómenos de sinestesia- y con el canto de los pájaros, a los que siempre consideró los mejores músicos. Mirlos y ruiseñores elevados sobre la inmundicia, llevando sus melodías aéreas siempre hacia lo alto. En el tercer movimiento, para clarinete solo -L’abîme des oiseaux- sus cantos se elevan sobre el abismo, que es el tiempo, fuente de dolor y desdicha., y por ello Messiaen busca eliminarlo de la percepción del oyente. A ello ayudan sus ritmos siempre cambiantes, suspendidos en el quebranto de lo imposible.
La poderosa fe católica de Messiaen marca toda su música, siempre cercana a verdades teológicas relacionadas con la gloria divina, los “aspectos maravillosos de la fe” (Ascensión, Transfiguración, Natividad). Incluso determina el número de partes en el caso del Quatuor: a decir del propio compositor, “siete es el número perfecto, la creación en seis días santificada por el divino sábado; el 7 de este reposo se prolonga en la eternidad y deviene en el 8 de la luz infalible, de la paz inalterable”.
Yo, con mis muy limitados conocimientos musicales, y también de la propia obra de Messiaen, no soy capaz de explicar esta obra al detalle ni lo pretendo en absoluto. Esto tan sólo me sirve para ir dejando mi rastro en este Hades virtual, poblado de sombras y fantasmas. Pero, teorías musicales aparte, sí que me admira particularmente esa sensación de transparencia, de suspensión sobre el tiempo, la extensa gama cromática que se extiende ante la imaginación y el espíritu –siempre alerta- como en los brillos refulgentes de las vidrieras góticas. Aunque es mucho más accesible que obras como la Nativité du Seigneur o la Turangalîla Symphonie (donde introdujo un instrumento electrónico, el famoso Ondes Martenot), probablemente requiera más de una escucha por nuestra parte.
Messiaen miraba hacia tradiciones como la India y Japón en busca de nuevas soluciones armónicas, y fue también maestro de varias generaciones: entre sus alumnos se encuentran músicos tan destacados como Pierre Boulez, Iannis Xenakis o el recientemente fallecido Karlheinz Stockhausen, autor de Kontakte (1958-60) o la muy interesante Gesang der Jünglinge (1955-56) de importancia enorme también en el curioso fenómeno del krautrock, sobre el que por cierto todavía tengo intención de introducir algún post más. Pongamos un bonito vídeo en su honor:
Pero el hecho más sorprendente de todos: cincuenta minutos con Messiaen no son realmente cincuenta minutos… En el quinto movimiento, Louange à l’éternité de Jésus, el lentísimo fraseo del violonchelo -la Palabra- estira el tiempo sobre un lecho de acordes cristalinos al piano. ¿Cincuenta minutos? Nadie podría decir cuánto dura realmente una obra de Messiaen.