Lo cierto es que todavía pienso en ella a veces. No hace tanto tiempo, pero es que parece que fue el otro día. Todavía guardo los mensajes en el móvil. Todo ha terminado de forma radical. No sé si me quería, no sé si la quería, pero ya no tiene mucho sentido preguntárselo. Tengo mis dudas.
Casi toda relación sentimental entraña a su vez una lucha de poder. Hay algo de egoísmo y también de sadomasoquismo. El juego con el látigo, las esposas y los tacones de aguja trasladados al campo de la guerra psicológica. “Te amo y quiero castrarte”, dice uno, “Quiero dominarte, quiero golpearte con mi sexo hasta que pierdas el sentido”, dice el otro. Un juego cruel y destructivo.
La palabra amor es un triste one-way sign colocado encima de un desierto moldeado y barrido por los azares del destino. Me parece a mí que la modernidad no ha sido capaz de darle un nuevo sentido, y por ello se ha quedado en el siglo XIX. Pero no es esto lo que me interesa ahora.
Lo que me interesa es la confrontación continua que existía en nuestra relación, una extrapolación de las diferencias entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Ella había aceptado la brutalidad, la inmoralidad esencial y desculpabilizada de América. Mantenía la singularidad de su origen, la frialdad del Báltico, en una casa unifamiliar con perro y jardín. Yo parecía ejecutar el papel del europeo a la perfección; percutido por la maldición de la conciencia, escéptico y descreído. Es el resultado de siglos de historia. Ella, sin embargo, permanecía siempre firme, con su fe inquebrantable en la realización de los sueños, porque a diferencia de los europeos, lastrados por una serie interminable de reveses, los ve realizados de manera salvaje en las megalópolis verticales, en el paisaje inmenso y technicolor, en los campus-ciudad y en las autopistas en las que los hombres circulan sin objeto y parecen convertirse en una especie de gas. Se podría decir que todo eso es falso y superficial, pura fachada, pero no conseguirás nada reprochándoselo a un americano; les importa un bledo. Y lo comprendo perfectamente.
Pero la verdad es que esa arrogancia y esa superficialidad que poseía ella y también sus amigas, aunque en el fondo exentas de malicia, me ponían siempre de los nervios. Cuando miraba a través de las ventanillas, rebajaba las montañas a colinas y las ciudades a pueblos. Todo era pequeñito, pero tenía “carácter”. “Me gusta porque tiene carácter”. Tenía que morderme el puño. La única forma en que podía desahogarme era atarle las manos y empujar bien fuerte hacia dentro. Hundirle la cabeza en la almohada y agarrarla del pelo. Pero todo eso se volvía contra mí, porque ella disfrutaba todavía más que yo. Sólo hacía que reírse y gritar. ¡Ella era la que dominaba, en realidad! Lo único que hacía era alimentar su lujuria. Después se vestía y se ponía muy seria, como si nada hubiera ocurrido, y volvía a hacer el papel de mujer puritana. Lo que yo decía, pura fachada.
Y a pesar de esa superficialidad y esa arrogancia -que no tiene que ver necesariamente con la estupidez- una cosa es cierta; los americanos admiran de forma sincera la cultura europea. Probablemente más que la mayoría de nosotros, pero de algún modo lo hacen como el que mira a través de un escaparate. Nosotros llevamos ese camino, sin duda. Hace ya tiempo que hemos adoptado su modo de vida y hace tiempo también que estamos hartos ya del peso de la cultura… Todo es como un adorno, un museo petrificado, un destino del turismo global. Europa es un cadáver que huele muy bien.
Ahora que se ha terminado el juego, he perdido esa perspectiva. Siento cierta nostalgia de ese optimismo ingenuo y brutal. Era algo tan extraño y tan incomprensible para mí… También añoro la lujuria transformando su rostro, sus gritos al borde del éxtasis. Ahora me encomiendo a Onán y camino por las avenidas de la ciudad sin que nadie me recuerde que en realidad son callejones.
God Bless America.
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