Esta mañana me he levantado con el mayor de los alivios. De nuevo, la idea de la muerte rondándome la cabeza, o mejor dicho, los sueños. No creo que haya tema más importante, pero preferiría ocupar mis masturbaciones oníricas en otras cosas. Sin embargo, ahí está, de nuevo visitándome.
He tenido un sueño espantoso en el que vagaba por ahí con la cabeza cortada (el espacio en el que me movía no estaba demasiado definido). No sangraba, pero podía verme el corte, limpio como el que se conseguiría con un cuchillo bien afilado en un melón suficientemente maduro. Tenía que sujetarme la cabeza porque se deslizaba a través de la superficie cortada, perfectamente lisa, brillante y algo inclinada. Pensaba que debía morir, como es lógico, pero el momento no llegaba. “Quizás me salve”, pensaba. “A lo mejor no ha sido tan grave. Además, ¡ni siquiera sangro! No, seguro que no ha sido nada. Pero, ¿cómo voy a volver a ponerla en su sitio? Bueno, esperaré y veré que ocurre”
De repente, estoy en el balcón de casa de mi abuela. Noto como el riego en el cerebro va disminuyendo. “Voy a morir”, digo. “Al fin llegó el momento”. Caigo al suelo y escucho a los vecinos y sus voces grotescas, burlándose, los curiosos miran arriba desde la calle, y yo noto como todo se desvanece; fundido en negro. Por un momento pienso que es un final realmente asqueroso. “¡Qué situación tan inapropiada para morir! Y que tenga que oír estas voces antes de irme…” Estaría bien poder elegir una canción antes de estirar la pata, pero nunca se sabe si va a darse esa posibilidad. Aunque bien pensado, es estúpido escuchar canciones antes de morir. Me resigno.
En ese momento, trato de hacer acopio de todo mi coraje. Pero no resulta. Noto una angustia tremenda en el pecho… No quiero morir.
Y entonces, la visión de las paredes de mi cuarto me dan una tremenda alegría. Hay bastante luz, es la una. Me siento como si hubiera superado una gran prueba. Estoy muy contento de seguir con vida. Y además es sábado.
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