domingo, 18 de febrero de 2007

Queridísimos verdugos

Basilio Martín Patino es un outsider del cine español. Desplazado del foco de atención y poco amigo de apariciones públicas, ha realizado su cine libremente, al margen de presiones y coacciones por parte de productores, censores y demás parásitos. En varias ocasiones tuvo que recurrir a la clandestinidad para realizar sus películas, o como él dice: "esperar a que muriesen ellos. Jamás volvería a pasar por la humillación de presentar una película mía a la censura. Las películas sobreviven a los dictadores”. Es comprensible que se sintiera humillado al escuchar perlas como estas de las bocas de los amos del tijeretazo: "En la escena en que aparece un tren echando humo, que pase el tren, pero que no eche humo, porque ensucia el paisaje ya de por sí feo de Castilla". (?) En suma, Patino es un personaje a descubrir. Yo estoy en ello.

No me he recuperado todavía del visionado de Queridísimos verdugos (rodada en 1973 y estrenada en 1977). Las imágenes de la película me han sumido en un shock profundo y me tienen obsesionado. El espectáculo que ofrece es insoportablemente real, una pesadilla de cinéma-vérité que ni la imaginación más retorcida superaría. Ahí están los tres verdugos oficiales del régimen franquista, los que se llaman a sí mismos eufemísticamente “ejecutores de sentencias”: Antonio López Sierra, Vicente Copete y Bernardo Sánchez Bascuñana. Hablan de su profesión ante la cámara –no sé cómo se las arregló Patino, pero se deja entrever que hubo algún tipo de gratificación- y lo hacen mientras se toman tranquilamente unos finitos en un típico y tópico mesón. Al fondo se ven unas tinajas pintadas con toros, la bandera española y un mensaje que dice: “El Mesón de Los Castúos agradece su visita. Nuestra casa es la sulla. Sea bien venido a ella.” Hablan con pasmosa naturalidad, como si lo suyo fuera pintar casas o recoger cebollas. “Hay que hacerlo para poder comer, porque la vida está cada vez más peor”, sentencia Antonio.

Bernardo Sánchez, el decano del “colegio de abogados”, como señala irónicamente Vicente, es quizá el más inquietante de los tres. Un andaluz que recita sus ripios y pareados ante los otros dos analfabetos y parece presumir de ser algo más instruido. “¡Tenemos un poeta!" La realidad es que, a pesar que el niño Bernardo quería estudiar, su padre siempre trató de disuadirle. ¿Cómo? Moliéndole a palos cada vez que le veía con un libro, por supuesto. Se escapó de su casa a los doce años. No es necesario extenderse en detalles biográficos, digamos simplemente que nunca le sonrió la fortuna. “La vida es un valle de lágrimas” repite todo el tiempo, como lo haría un Miguel de Mañara. Su terrible mirada -llena de asco y amargura, como no he visto jamás- ya lo dice todo. He visto algunos relatos en Internet que cuentan que Bernardo era una figura solitaria, que se paseaba siempre con su sombrero y un abrigo largo, hiciera frío o calor. Y era solitaria porque su condición de verdugo no resultaba nada favorable a la hora de entablar relaciones con los demás: a pesar de sus exquisitos modales y sus esfuerzos (invitando a todo el mundo a copas) no lo conseguía. La gente rechazaba la invitación y se esfumaba disimuladamente. No querían tener nada que ver con él. “Ahí va el verdugo” decían los lugareños con una mueca de desprecio, al ver aparecer su sombrero bajo el sol de las Alpujarras.

Lo realmente espeluznante es darse cuenta de que los verdugos son a su vez víctimas: víctimas de la necesidad y de una sociedad que los ha excluido y marginado. Gente que se ha visto obligada, sumidos en la desesperación y mordidos por el hambre, a hacer el trabajo sucio del aparato de “Justicia”. La gran mayoría de veces, ellos están hechos de la misma pasta que el reo. Foucault ya hablaba, por la misma época, del matiz de clase que subyace en la idea de Justicia que manejamos, y en esta película se puede comprobar con una claridad aplastante. Aunque también hay casos como el de Jarabo, un famoso psicópata con un perfil bastante distinto a la mayoría. Su robusto cuello supuso un duro obstáculo para el pequeño Antonio, que, borracho perdido, estuvo horas luchando con la manivela. “La muerte fue espantosa”, cuenta un testigo.



Particularmente horrible también es el testimonio del médico psiquiatra José Velasco Escassi, describiendo con detalle la ejecución de Monchito, un retrasado mental. Monchito trabajaba en un taller mecánico y quería casarse con su novia, pero no tenía dinero para hacerlo. Así que se le ocurrió asaltar a una anciana en su casa. Lamentablemente, al ser descubierto, arremetió contra ella y la asesinó. La descripción que el pobre hombre hace de la ejecución del “pobre infantiloide”, a punto de romperse, corta el aliento. Monchito dice, sin oponer ninguna resistencia frente a todos aquellos que le llevan al patíbulo: “Mañana estaré jugando a los bolos con los angelitos”. No hubo clemencia. El doctor concluye: “Nunca se me olvidará la sensación de conducir el patíbulo a un hombre inerte. Como hombre libre, me sentí sucio, manchado. Todos éramos los verdugos; el único puro, limpio, era el reo”.

En otra ocasión, cuando Antonio López hubo de llevar a cabo la ejecución de la famosa envenenadora de Valencia en la cárcel La Modelo (en 1957) no sabía que se trataba de una mujer. Al ver su rostro, se puso muy nervioso, tuvieron que inyectarle tranquilizantes y llevarle a rastras hasta el lugar donde había de cometerse el crimen oficial. Esta penosa escena fue la que inspiró la película de Berlanga, -y del grandísimo Azcona, tengo que decirlo- que supone otra mirada distinta acerca del mismo tema, bajo un prisma algo más humorístico, aunque –cómo no- negro negrísimo. Pero esta ya es mucho más conocida por todos.

Antonio López pasó sus últimos días mendigando, en la miseria más absoluta. Se había quedado sin trabajo. Rechazó los tres millones que le ofrecieron por una entrevista. Puedo imaginarlo recogiendo leche y fruta para los niños de la familia que le dio techo, como un fantasma de otro tiempo, con un peso descomunal sobre sus espaldas. Nada menos que veintiocho cuellos rotos, convertidos “en un acordeón” o en el “badajo de una campana”. Era, sin duda, un peso demasiado grande para un hombre tan pequeño. Vean este artículo para más detalle.

Y la película, por supuesto, pero ya les digo que es fuerte. Yo tuve que ponerme Sabrina para atenuar un poco el cebollazo…

No consigo meter el vídeo directamente aquí, pero en este enlace está la película completa en streaming.

0 comentarios: