Los santos… ¡Qué almas tan apasionadas! Leo una selección de La leyenda dorada, publicada en Alianza (la versión completa es muy cara, y además son demasiados santos). Es un libro de un dominico italiano del siglo XIII llamado Santiago de la Vorágine, que colecciona milagros y curiosidades acerca de estos personajes tan disparatados. Fue un libro bastante popular y sirvió como fuente iconográfica para muchos artistas, por ejemplo Giotto. El deseo de conectar con el alma del pueblo, a la que no se podía apabullar con disquisiciones teológicas ni ritos iniciáticos, hace que el libro se centre en la anécdota y en el chisme. En todas las historias, los santos son como kamikazes, por lo menos. Tomemos como ejemplo la historia de Santa Lucía:
La madre de Lucía, Eutiquia, sufre de hemorragias. Cuando ambas van a visitar el sepulcro de Santa Águeda, ésta cura los males de Eutiquia. Así que Lucía decide que todo el dinero que le corresponde como dote para su inminente casamiento, debe ser donado sin dilación a los pobres. “No vuelvas a hablarme de matrimonio”, dice Lucía a su madre. El pobre novio no comprende nada, y loco de ira, va a denunciarla al cónsul Pascasio.
Cuando Lucía se encuentra ante el cónsul, como de costumbre, lo desespera con sus soflamas: “Los corruptores de la mente sois vosotros, que tratáis de que las almas deserten del servicio que deben prestar a su creador”. “Cuantos viven limpiamente son templos del divino Espíritu”. Pascasio, irritado, dice: “Haré que te lleven a un lupanar, serás violada y dejarás de ser templo de ese Espíritu divino.” Entonces Lucía responde aquello de que si la mente no consiente, el cuerpo no queda mancillado.
Pero toda hagiografía parece incompleta sin un pasaje que contemple el suplicio. En este momento la santa, envalentonada por el Espíritu divino, suplica que la violen, la despedacen y la estrangulen y lo que haga falta. Pero nadie puede moverla de su sitio; sus pies permanecen fijados al suelo. “¡Qué clase de encantamiento es este que ni con mil hombres ni mil parejas de bueyes puedo mover a esta meretriz!” Pascasio ordena que la ahoguen con orines –parece que este líquido tenía la virtud de deshacer encantamientos; para los seguidores de Txumari Alfaro y su inefable programa, ahí va otra aplicación posible para la agüita amarilla- pero nanay, la santa no se mueve. Podemos imaginar al bueno de Pascasio, adoptando poco a poco el semblante del Coyote, sudando la gota gorda mientras comprueba que ni prendiéndole fuego hay manera de matarla.
Finalmente, uno de sus esbirros, aterrorizado por el crispado semblante de su jefe, le atraviesa la garganta a la santa con su espada. Pascasio sonríe por fin, pero Lucía todavía tiene tiempo para anunciar la paz que ha sido concedida a la Iglesia. En ese momento, prenden a Pascasio, porque se han enterado de que es un perillán que se dedica a saquear la provincia, y es condenado a muerte: triste final para Pascasio, que muere de la forma más indigna, mientras la santa permanece viva a pesar de que han improvisado una brocheta con ella. En el momento de expirar, unos sacerdotes que pasaban por allí se han encargado de administrarle el sacramento, y de pronunciar el sempiterno “Amén” a coro. Es el año 310 de la era de Nuestro Señor, siendo emperadores Constantino y Majencio.
Santa Lucía es la patrona de la vista, como se encargó de recordarme mi abuela bien a menudo cuando me pusieron las primeras gafas, pero en esta versión no aparece nada que tenga que ver con ello. Recordemos que en la representación habitual de Santa Lucía, aparece con un plato en la mano, que contiene sus ojos arrancados. Supongo que la Iglesia consideró necesario renovar su imagen y hacerla un poco más gruesome para conectar con las masas. No sé. La verdad es que de los Evangelios a las estampitas hay un largo camino, y poco a poco se observa como el cristianismo, sobre todo en los países católicos, va perdiendo su carácter místico para convertirse en una cosa populachera, histérica y de mal rollo. Algunos grandes artistas lo recuperan en sus obras, mientras otros se pierden en ese horterismo de plañideras. Nada que ver con el estoicismo de Marco Aurelio, o con la meditación de los monjes orientales. Aunque reconozco que algunos excesos, sobre todo los de los místicos y algunos santos, me fascinan. Escuchemos lo que dice Angela de Foligno: “Contemplo, en el abismo en que me veo caída, la sobreabundancia de mis iniquidades, busco inútilmente cómo descubrirlos y mostrarlos al mundo, quisiera ir desnuda por las ciudades y las plazas, con pedazos de carne y pescado colgados de mi cuello, y gritar: ¡aquí tenéis a la criatura más vil!”. He aquí un temperamento fuerte y alejado de la tibieza. ¡Así quiero yo a mis compañeras de cama!
Todas las historias son más o menos parecidas. Santa Margarita también desea morir por Cristo, y mientras los secuaces del romano de turno la golpean con varas y con garfios, proclama la salvación de su alma por la destrucción del cuerpo. El romano no puede seguir contemplando el espectáculo y ordena que la devuelvan a la cárcel. Allí la santa pide al de arriba que le muestre cuál es el enemigo, y surge un enorme dragón que desaparece en cuanto Margarita hace el signo de la cruz. En este momento Santiago de la Vorágine dice, de manera un tanto sorprendente: “En algún libro se lee una versión un poco diferente en relación con este episodio del dragón: en tal libro se dice que el dragón, al surgir ante Margarita, hizo un movimiento rapidísimo, sujetó con su boca la cabeza de la joven; con su larguísima lengua envolvióle los pies, tiro de ellos hacia sus fauces, formó con el cuerpo de la santa un ovillo y lo engulló; pero Margarita, al pasar por la garganta de la infernal bestia, se santiguó; mientras se santiguaba llegó al estómago del dragón y, en cuanto llegó, el horrible monstruo reventó y ella salió incólume de las entrañas de aquel bicho descomunal. Yo opino que esto de que el dragón llegara a tragarla, que reventara, parece poco serio; probablemente se trata de una invención; en consecuencia, no debe ser creído el relato que hace el aludido libro acerca de este episodio”.
Es muy curioso que considere esa historia inverosímil, después de todo lo que nos ha contado. Pero lo que más me fascina de todo esto, al final, ni siquiera son las historias de los santos, sino el hecho de que toda esta gente se las creía. Si el autor no alertara de su dudosa veracidad, la gente se tragaría lo del dragón sin ningún problema. No interponían ningún tipo de filtro entre realidad y ficción. Lo que para nosotros son historias disparatadas, para ellos era la historia. Como el niño que mira debajo de la cama porque cree que hay monstruos, esta gente vivía con gárgolas, dragones y milagros de todo tipo fundiéndose sin esfuerzo con lo cotidiano.
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